
Hace nada, me fui a Sevilla y Granada de vacaciones (tengo pendiente post de exquisiteces y algo más), a ver a los amigos, varios días, más de los que he estado fuera otras veces. En uno de los vídeos que me mandaron los chicos de Can de Luna, que se ocupan de mis gatos cuando yo no estoy, se ve a Ororo refregándose contra la reja de gallinero que tengo en la puerta, pidiendo amor.
Desde que llegué, no para de mamar. Su madre la repudió cuando era pequeña, así que ella mama. Hasta que me destroza el cuello.

Tenemos nuestros ritos. Si está excitada y yo camino por el pasillo, me agacho porque sé que quiere trepar por mi cuello. Generalmente, se larga sola a la habitación y viene cuando quiere socializar. Salvo ahora, que no se despega de mí porque tendría mono de no haberme visto. O eso quiero pensar.
Este año 2020, que está siendo tan horroroso en tantos aspectos de mi vida, estar con ellos (a pesar de mi irritabilidad, que ha sido estratosférica; a pesar de mi brote, que me ha tenido en estado semicatatónico) me ha anclado más de lo que hubiera pensado nunca.

Ahora está aquí, detrás de mí, sentada en una manta porque ha comenzado el frío casi de golpe. Ya comienza a meterse debajo de las sábanas (para afilarse las uñas con ellas, todo sea dicho: si tenéis animales, lo material pasa a quinto plano, aunque yo siga mirando las fotos de decoración) y a acurrucarse debajo de la manta de mi sofá, sin dejarme mover las piernas.
Feliz cumpleaños, preciosa mía. Te quiero con locura y te mereces doble ración de chucherías hoy.
