Escribo esto la noche de Reyes, que es mi primera noche de Reyes sin Reyes de las todas que vendrán. Siempre ha sido la más especial del año. Si yo hubiera estado mejor, me hubiera pedido un libro envuelto para regalo y lo hubiera puesto en algún lugar al que los gatos no pudieran acceder, pero todo ha sido un caos emocional. Cerré varias puertas, descubrí que no sé nada de la vida de una persona con la que llevo hablando casi diariamente desde hace tres años, asumí que los contextos sociales me importan más de lo que yo pensaba y dejé de fumar.
A pelo.
Y me puse hasta el culo de comer.

Y el día 2 de enero me saqué la segunda muela del juicio, me mareé en la operación y he estado mareada tres días. Luego me resfrié, me quedé sin pañuelos, tuve insomnio, me desperté a las tres de la mañana más veces de las que hubiera sido saludablemente necesario; lloré más a menudo de lo que me hubiera gustado, que fue todos los días, y he seguido viviendo como buenamente he podido, sin mucho entusiasmo, sin ningún entusiasmo y obligándome a hacer… Obligándome a hacer cualquier cosa.
Esta ha sido la historia de mi vida desde que recuerdo.
Dicen que, si te obligas, luego vienen las ganas. Yo ya no lo creo, pero qué más da. Sin ganas, limpié la habitación de los gatos y fregué los areneros (pagaría porque alguien me fregara los areneros) y fui a comprar calabacines para hacer puré porque, en algún punto de mi vida, debería comenzar a cocinar y a comer bien.
Eso me dije cuando pedí comida al chino no sé cuántos días (le he hecho el mes de diciembre al chino) y cuando me compré un roscón de 420 gramos lleno de nata para mí sola. Bastante jodida ha sido ya la Navidad como para quedarme sin roscón. Era el más pequeño que había, diré en mi descargo. También diré que me hubiera comido el doble con toda la fruta escarchada de la tierra, porque aquí somos de tortilla de patatas sin cebolla; de fruta escarchada en el roscón, sola y donde haga falta y de piña a la plancha en todas partes, pizza incluida.

Escribí sobre infancias que no he tenido nunca.
Al final, uno quiere un lugar al que volver: los suelos de terrazo de la infancia en Navidades, los bizcochos de tu abuela, el corral con las gallinas, el perro moviendo la cola y ladrándote de alegría en la cancela, un zaguán, un portal reconocible, ese sofá de la casa de tu amigo, ese amor de carne y sangre y respiración que es tu sola patria. La gente, al fin, porque los lugares, si están vacíos, no son nada.
Yo nunca he tenido cancelas, ni gallinas, ni abuelas que hicieran bizcochos, ni suelos de terrazo, ni amores. Sí algún sofá en la casa de una amiga. También Navidades dormida en un gabinete o un salón, con una veintena de primos más, esperando a Papá Noel y con Miliki cantando Navidad con paz.
Y, realmente, yo escribo esto porque, después de los kilazos que he puesto en Navidades y por dejar de fumar, necesito volver a la rutina. Hasta mediados de mes no podré hacer deporte (llevo desde noviembre sin ir, por un brote de colitis ulcerosa. Las agujetas van a ser una fiesta el primer día), sé que me va a costar la misma vida encerrarme a cocinar (lo sé porque no he hecho el puré de calabacín) y elegir las recetas y hacer la lista de la compra e ir a comprar y asumir un cierto tipo de rutina.
En ese cierto tipo de rutina debería incluir estrenar la pesa rusa y las mancuernas y la colchoneta que compré hace tres años, volver a subirme a la elíptica (es decir, ir al entrenador dos veces por semana y hacer deporte en casa otras dos mínimo), no tardar tres días en recoger un lavavajillas ni dos meses en poner una lavadora ni cinco días en recoger la ropa ni dos semanas en guardarla en los cajones. Que yo no sé si a alguien le cuesta tanto trabajo hacer las cosas más nimias de la vida, pero a mí me cuesta mucho esfuerzo. Unas veces más y otras menos. Últimamente, demasiado.
A ver si estos días acabo con las existencias del congelador (kale, zanahorias, potaje de lentejas) y el fin de semana planifico un menú apetecible, porque el problema que tengo cuando me cuesta cocinar es que, al final, termino comiendo cosas que están pasables, pero no tremendamente buenas. Y, si no están tremendamente buenas, es mucho más fácil comer mal y asaltar la máquina y terminar pensando que total qué más da si ya estás gorda y guapa no has sido nunca.
Qué peligroso es ese total qué más da y qué interiorizado lo tengo.
Ya no le pido cosas al año. No solo porque un año es una convención, sino porque este no pinta bien y para qué vamos a pedir futuribles que no vamos a poder cumplir.
Pero, de verdad, con que las cosas no me costaran trabajo yo me conformaba.