Me llamo Olga, tengo colitis ulcerosa y sobrepeso. Creo que, más que sobrepeso, lo mío se llama obesidad. Viene de una relación un tanto extraña con la comida, que merecería un estudio psicológico si no se supiera ya que hay quien paga todas sus frustraciones atacando una máquina de snacks. En esa máquina de patatas fritas, que ha sido mi amiga y mi enemiga durante cinco largos años, hay bebidas carbonatadas, bolsas de patatas, bolsas de Risketos, de Triskis, galletas con chocolate blanco y negro Gullón, Huesitos, kicos y Kit Kats. Antes, hace mucho tiempo, había un par de sándwiches que nadie comía. Ahora me pregunto qué hace esa máquina en mi puesto de trabajo.
He vivido en una casa en la que, supongo, ha pasado como en todas: lo que no gusta, no se cocina. Y es normal: yo no como pimientos, no los compro y no los cocino, porque no me gustan. Tampoco me gustan las acelgas ni la casquería. No sé prepararlas, no he asado nunca pimientos en un horno (hasta hace nada no había encendido un horno) y no estoy acostumbrada a comer fruta. De hecho, ni siquiera me gustan la mayoría de las frutas. Tampoco he probado nunca las pencas de acelga (sí la hoja y espero no comerla nunca más) ni los cardos ni las borrajas. No sé qué significa «quitarle el hilo verde a las judías» y, hasta que no tuve 35 años, no desgrané jamás unos guisantes. Y, sin embargo, creo que he comido todas las clases de pescado y de carne que hay en mi país. Incluso ese pescado que no debería estar en mi país también. Tampoco he sabido nunca cuáles eran los productos de temporada ni que había también temporadas para el pescado y para la carne. Crecí con un sinfín de conceptos erróneos. Entre ellos, que para adelgazar había que limitar la dieta a purés, sopas, pescado al vapor o a la plancha y ternera a la plancha. Con alguna lechuguita. Mi madre me riñó el otro día porque le dije que iba a comprar alubias y garbanzos: «No deberías comer alubias ni garbanzos porque engordan mucho». Y, en su descargo, diré que mi madre no es una persona inculta. De hecho, es muy culta, lee mucho (pero no ensayos nutricionales) y trabaja en un hospital como auxiliar de clínica. Sabe que el sobrepeso que tenemos, ella y yo, no es sano, pero nunca ha sido capaz de controlar el suyo porque, cuando incorpora más verduras a su dieta, se aburre y acaba cocinando coliflor con bechamel o comprando croquetas y cazón adobado en El Corte Inglés.
La colitis ulcerosa, dicen, no tiene nada que ver con la alimentación. Pero, como los médicos tampoco saben por qué se produce, yo no acabo de creérmelo del todo. No sé si somos lo que comemos, pero me niego a pensar que nuestro tipo de alimentación no influya en enfermedades del tracto intestinal. Puede que lo que comas no desencadene un brote, pero ¿que no tenga nada que ver? Me parece ingenuo y absurdo. No voy a decir que mi manera de alimentarme haya causado la enfermedad, porque además me parecería un tanto injusto (lo mismo sí, pero lo mismo la causa un virus minúsculo que no se ha descubierto, o la cal del agua, vete tú a saber) pero sí he comprobado que, dependiendo de lo que como, estoy mejor o estoy peor.
A mí nunca me enseñaron a comer.
Ni a cocinar.
Es decir, yo crecí con la idea de que los hidratos de carbono eran muy malos y luego seguí adquiriendo más conceptos erróneos: que solo podías tomar 30 gramos de pan con la comida, que la pasta engorda, que las legumbres engordan, que hay que tomar carne roja por las proteínas y por el hierro, que el pescado es sanísimo aunque lo compres de piscifactoría y lo alimenten con harinas y que la leche de vaca es un alimento indispensable para evitar la osteoporosis que, sin duda, vamos a tener todas las mujeres en la menopausia. También crecí con la idea de que el único aceite bueno es el aceite de oliva y los demás son muy dañinos para el organismo (ahora he descubierto el aceite de pepitas de uva o el de cártamo), aunque sigo cocinando en un 90 por ciento con aceite de oliva (y ya conozco las variedades, que antes no las conocía: picual, hojiblanca, arbequina…); que la mantequilla es mejor que la margarina (nada sabía de hidrogenaciones); que no se pueden comer más de dos huevos a la semana por el colesterol y que el único cereal que existía en el mundo era el arroz, porque el trigo solo valía para hacer harina y el maíz solo valía para las gallinas y para hacer kicos.
Cuando crecí, aprendí que los hidratos de carbono no eran tan malos pero que no había que comerlos en la cena; que había que seguir comiendo mucha carne y pescado, todos los días de la semana y que esa dieta era sanísima aunque no te comieras la verdura y aunque las legumbres no las probaras más que una vez cada diez meses. Mi mejor amiga odia la pescadilla porque en sus temporadas de dieta, que han sido muchas, se ha hartado de pescadilla congelada. Ahora no puede ni verla. A mi madre, el jamón de York y el pollo le parecen comida «de dieta» o comida «de enfermo». El único arroz que se cocinaba en mi casa era o paella o arroz a la cubana. Yo no probé un arroz caldoso hasta bien mayor. Cuando me fui de casa, a los 18 años, le juré a mi madre, cual Escarlata O’Hara, que jamás comería un plato de lentejas: a los seis meses, estaba pidiéndole la receta de las lentejas a la madre de mi amiga Julia.
No sé comer. En la escuela no se enseña a comer. En los centros de salud no se enseña a comer. Y bueno, eso me daría igual porque hasta los 35 no los he pisado. Ahora tengo que volver a aprender a comer, y estudiar qué es una proteína y cuántas necesitamos, y cómo combinar los diferentes grupos de alimentos, y cómo se cocina esto o aquello (yo, que lo más elaborado que hacía era meter un hueso de jamón, un trozo de ternera, un trozo de tocino fresco y un trozo de tocino añejo en una olla -sí, sin verduras: en mi casa el caldo nunca ha sido de verduras- y dejarlo hacer chup chup un par de horitas; o pasarme un filete a la plancha o enchufar la vaporera para el pescado). Hemos crecido con la idea de que la dieta mediterránea es la más sana… sin reconocer, realmente, que, en la dieta mediterránea clásica, la gente comía productos de temporada (incluidos carne y pescado) y no comía carne todos los días… simplemente porque no podía comprarla, a no ser que en su casa hubiera matanza (soy del interior: en otras partes, sé que el bonito es como en Extremadura el cerdo)… pero, si había matanza, la carne fresca se guardaba porque el cerdo tenía que servir para todo el año. Se mataba un cerdo o dos y ya. Un cerdo no da para 365 días. Dos cerdos tampoco. Creo que harían falta 100 cerdos para alimentar a una familia.
Es decir, la dieta mediterránea, como bien dice mi médico de cabecera, es, en su mayor parte, vegetariana. No es esta bacanal de carnes y pescados traídos de aguas de Somalia en las que ni deberíamos estar pescando (ah, que nos hemos cargado la fauna marina del Cantábrico). Y Gaspar Rey, que ya murió, me dijo una vez que comer era un acto político. Y comprar y consumir, añado yo.
Y aquí estoy. Ahora. Preguntándome por qué a los niños se les dice que se coman la carne y no la verdura cuando no tienen más hambre; intentando aprender qué es un hidrato de absorción lenta y qué significa índice glucémico, para qué sirve la vitamina K y de qué manera absorbe uno el hierro correctamente. Intentando aprender a comer con 35 años porque nadie me enseñó ni yo me preocupé por aprender.
Si aprendo ahora, cuando tenga 70 años, si es que llego, habré pasado la mitad de mi vida comiendo mal (y con sobrepeso un tercio al menos de esa mitad) y la otra mitad manteniendo una alimentación saludable. Y eso, dando gracias, porque en el Primer Mundo podemos comer todos los días.
Y todo eso por no plantearme que quizá las creencias no eran verdad.
Ahora voy a tener un sobrino. Me pregunto qué mitos sobre la alimentación creerá él sin pensar siquiera si son verdad o no.
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Esta entrada participa en un evento que se llama Primer Carnaval de la Nutrición. El lema es Enseñar a comer, enseñar a crecer. Yo no soy madre ni creo que vaya a serlo jamás y ni siquiera sé si este mensaje tiene mucho que ver con lo que se pedía en el evento, pero he querido participar de esta manera.
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