
El veterinario me lo advirtió: «Es la gata con la que vas a tener la relación más fuerte porque habéis estado solas en casa». Eso duró dos meses nada más, luego llegaron Brea y Coyote, pero esta gata que está por socializar, sigue creyendo que soy su madre y me somete a la lactancia más prolongada de la historia:

Hoy cumple cinco años. Cinco años desde que llegó a mi casa, siendo una enana que no llegaba ni al kilo de peso. Ahora pesa tres. Está fibrosa, musculosa, brillante, activa. Yo la miro y pienso: Qué envidia, hija. También, porque estuvo dos meses a solas conmigo y cree que soy su madre, es la que más me cuida cuando estoy mal (léase virus, reglas o algún constipado, porque yo no me enfermo casi nunca). El resto del tiempo, cuando no me cuida, se larga a una de las tres camas a dormir y puedo no verla hasta la tarde, en que vendrá a reclamar su ración de mimos y a pelearse con Coyote por un hueco en mi regazo.

Cinco años lleva aquí, viviendo conmigo, durmiendo en los sitios más insopechados (encima de mi cuello, con su cabeza apoyada en la mía -y no te muevas, que protesta-; con las patas bien apoyadas encima de tu garganta -cuando ocurre esto, porque si la aparto también protesta, siempre recuerdo el título de ese libro: «Cómo saber si tu gato planea matarte«; en el hueco entre mis piernas) y peleándose a bufidos con el resto hasta que le da por ir a por ellos con la cabeza gacha para que la laman y la rechupeteen. Así es ella: la más cariñosa y la más independiente y la más irritable y la más amorosa.
Se parece un poco a mí.