Granada siempre ha sido compartir una bandeja de piononos de Santa Fe con Jandro (en algún lado debe de haberlos veganos, pero ya no sé), tomar café helado con su hija mayor, Miriam; recorrer tiendas de cómics con su hijo pequeño, Marcos; irme a dar un paseo a la frutería con Mariana; desayunar churros todos juntos; ir a ver a Martina (la mediana) a un partido de baloncesto, por ejemplo. Salir a merendar con los niños para dejarlos a ellos solos. Cuidar de Miriam cuando era pequeña y Martina aún no había nacido. Caminar por el sendero que lleva a la Alhambra. Hacerle fotos a los pensamientos (me refiero a las flores, que no soy tan poética, yo). Escribir en el Rabo de Nube. Quedar con Ángel para cenar, tomar café (sí, tomamos mucho café), ir de tapas. Salir a fumar a la terraza con Gina, descubrir a Claudia y ver los tejados. Ir a una graduación y saber que me quedan dos. Granada sigue siendo todas esas cosas, pero sin Jandro. Para ver a Jandro, porque estaba enfermo, mis amigas y yo quedamos en Granada. Claudia estudió allí, lo propuso y todas dijimos que sí. Ella y Cristina venían de Málaga, yo de Mérida y Gema de Sevilla, que es otra ciudad que amo a pesar de todos sus pesares, que los tiene.

La cosa había surgido un año antes o así. Cristina iba a abrir Vegan Place y Claudia creó un grupo en el Facebook. No era un grupo: era uno de esos chats comunitarios que yo tanto odio con todo el odio del que soy capaz y de los que desaparezco en cuanto me añaden. Estábamos las tres y Álvaro, cocinero, vegano también, para que le habláramos a Cristina de ingredientes que podía tener en la tienda. En esto, mi gato Huck se puso malo, como todos tienen gatos yo les comentaba qué asustada estaba y me acordé de Gema, que hace quesos y que usa cosas como carragenato kappa.
Y Gema se pensó que era yo la que había creado el chat para hablar de Huck.
Luego empezamos a desbarrar. Pero a desbarrar. Y ya quitamos al pobre de Álvaro, que no tenía por qué aguantar cómo un grupo de cuatro mujeres rajaba de todo a todas horas (y las dos cosas son reales: De Todo. A Todas Horas) y nos hemos tirado hablando, ya por WhatsApp, pues no sé cuánto tiempo. Meses, quizá un año. Hasta que decidimos quedar. En junio, en agosto, en septiembre. Ninguna fecha cuadraba. Hasta que llegó octubre.
Claudia conocía en persona a Cristina y me conoce a mí; Gema me conoce a mí y Cristina a Claudia. Así que allí quedamos, en un apartamento de Granada, venga a ilusionarnos con el viaje, yo diciéndole a Jandro que llego el 6 de octubre y después me quedo unos días…
Y el 30 de septiembre tengo que salir de aquí pitando y el día 2 entierro a un tío que me ha acompañado los últimos 23 años de mi vida. Desde pagarme una matrícula de la universidad hasta salvarme la psique tres o cuatro veces y darme otra familia que también es mi familia: ese hombre lo ha hecho todo. El sábado 7 yo me largué a una misa en los maristas en la que me harté de llorar desde antes de que empezara hasta que acabó. En medio, un hospital cochambroso, despedirme a solas en la habitación, sin hablar, y pensar en te quieros y en gracias, porque mi vida hubiera sido mucho peor sin él; un tanatorio, un funeral y que te partan por la mitad.
Me preguntaron si quería cancelarlo y dije que no. Pasara lo que pasara, iba a necesitar alcohol.
A Jandro le gustaba mucho vivir. Le gustaba la vida, en general. Así que yo, después de esa misa que le hicieron en su colegio, me fui de nuevo al apartamento, con los ojos como dos manzanas rojas, a reírme, a tomarme un ron y a cantar, ronca como estaba. Porque eso casa más con la forma en que él vivió.

Así que, en todo este maremágnum de vida caótica, allá que nos plantamos. A comer y a hablar, a hablar y a comer, y a cantar canciones de la Jurado que yo no conocía y a encontrarnos con un tío que no paraba de decir que era informático, como si hubiera estudiado en el MIT (soy así de perra, qué pasa) y a visitar karaokes cuanto menos curiosos y a comer y a hablar y a comer. Porque a nosotras nos gusta comer. Y beber. Y hablar.
Justo 20 minutos antes de que saliera el autobús, a mí se me cayó el móvil al váter. Así que las fotos de esta entrada han salido como han salido y, además, no sé quién hizo cada una.

La primera parada, obligada para saludar (Claudia conoce a una de las chicas de la cooperativa) fue El Ojú. Allí comí yo por primera vez con dos de los hijos de Jandro, Marcos y Miriam y con la mejor amiga de Miriam, Cristina, y disfrutamos muchísimo (sobre todo cuando le dije a Miriam que las albóndigas que le estaban encantando llevan esas lentejas que tanto odia -descubrió que lo que no le gusta es el potaje de lentejas: si es que hay que cocinar las legumbres de modos distintos, señores). Me gustan más las raciones que las tapas. Tomamos albóndigas, perritos y ese seitán, que a mí me gustó mucho.

En fin: antes habíamos comenzado comiendo tortilla, pan de chocolate y naranja, pan integral, alioli y quesos de Gema, pero eso merece un párrafo aparte, mucho más aparte, y con fotos. O una entrada.

A mí ese fin de semana me iba a servir para ver cómo se comportan tres veganas de pro en bares en los que no hay opciones. Mi gozo en un pozo: hay que quedar en Mérida, señoras. Para que me enseñéis a sobrevivir. En un bar cualquiera solo hay ensalada con rulo de cabra o con pollo o con queso o con aliño de miel o con salmón o con todo a la vez. Me hace gracia cuando la gente dice que hummus o parrillada de verduras hay en todos los restaurantes. En Granada sí que hay opciones en todas partes. Como esta:

En un bar cualquiera de la calle Elvira (en la calle Elvira, 33) está El Origen. Y allí tomamos falafel con pegotoncitos de hummus por encima y patatas fritas y estaba todo muy rico y yo no paraba de pensar en por qué allí hay falafel en todos lados y hummus y salmorejo con aguacate y paté de berenjenas como en el Babel World Fusion. En TripAdvisor hay comentarios que lo ponen a caer de un burro, pero a nosotras la comida nos gustó mucho.

En aquellos momentos ya solo quedábamos Cristina, Claudia y yo, porque Gema había partido a su casa y se perdió a los tres camareros guapos que había allí. Porque eran guapos. Pequeños para unas chicas de 40, más o menos (bueno, pequeños para mí, que tengo una paranoia con la edad. Sé que es orientativa pero no determinante y aun así…).

También sin Gema nos fuimos a comer a un árabe del que no recuerdo el nombre, que tenía falafel, hummus, paté de berenjenas y cuscús con verduras. Y en el que pusieron un incienso que nos hizo salir de allí pitando, porque nos picaban los ojos que no veas.

Cristina y Claudia (no sé qué les pasó) no se pudieron acabar el cuscús. Que estaba muy rico.

Y hubo sitio para el postre.

Cenamos en El Ojú, he dicho (yo podría haberlo hecho todo cronológicamente, pero no sería yo) y, luego, recenamos tortilla con alioli y, al día siguiente, después de desayunar tortilla de nuevo (que sí, que mi tortilla, sin cebolla, sin pimiento, era la sosa, pero fue la primera que se acabó, ojito) y más queso, nos largamos al Páprika. Cristina, en un alarde de sensatez, pidió una ensalada…

Claudia y Gema, que son gemelas aunque se hayan conocido ahora, pidieron fajitas… Con un seitán riquísimo. Yo tengo que aprender a cocinar el seitán: lo hago y siempre se lo pongo crudo a los platos: total, ya está cocinado.

Y yo comí, sin pimientos, unos fideos chinos con verduras asadas a la parrilla, que sabían ahumaditas y eran una delicia (sí, todo estaba riquísimo, pero es que comimos muy bien) y con salsa de soja. Que yo no hubiera bañado el plato en salsa de soja, porque acabé con la camiseta pintadita. Pero el sabor, tremendo.

Ah. Y guacamole. Que no era guacamole propiamente dicho, pero daba igual: amamos los aguacates.

Y cenamos en el Palmira, que está en la calle Elvira también. El Palmira fue un descubrimiento porque había un plato de garbanzos, tahini y tomate crudo, que pueden ser de mis tres cosas favoritas de la vida. Y yo intuí que, obviamente, era frío, aunque llevara pan frito en la misma preparación. Pero no: era caliente, se llama «fatteh» y es mi nuevo plato preferido. En A Lebanese Feast, libro que tengo, viene una receta estupenda.

El hummus estaba muy rico; el pan libanés, una cosa esponjosa y calentita… y el taboulé era un taboulé de verdad. A ver: la gente hace taboulé con un montón de bulgur o de sémola y le planta dos ramas de perejil. No, señores. El taboulé lleva 200 gramos de perejil por 50 gramos de bulgur. Es una ensalada de perejil, no es una ensalada de cuscús con verduras. Vamos, que ver taboulé de verdad en un sitio ya es algo que me emociona y todo. El pan libanés estaba caliente, la charla en torno a la comida también (es coña, no me acuerdo de qué hablamos exactamente) y luego bebimos y luego… Creo que recenaríamos otra vez, no lo sé. Porque hablar y comer, lo hemos hecho con profusión. También tomar limonada con un montón de azúcar y hierbabuena. Y fumar en cachimba. Y Gema nos regaló pendientes monísimos.

Y pasamos por la tienda de La Antequerana y Claudia nos habló de sus polvorones de pistacho…

Y ahora sé cuáles son los únicos polvorones que voy a comer en la vida. Con aceite de oliva virgen extra, señores. Compactos, suaves, espectaculares. Sí, no son de los que cuestan 3 euros el kilo. La calidad se paga y Navidad solo es una vez al año.
La crónica sentimental la ha hecho Gema aquí. Yo hablo de las cosas del comer. Porque la parte sentimental es tan simple y tan bonita como la que ha contado Gema. Una reunión con amigas a las que les cuentas si te has sacado un moco y que transcurre como si nos hubiéramos visto ayer. Hablando, paseando, comiendo, riendo, descubriendo… sin reticencias («¿y si ahora nos cabreamos?» «pero, chiquilla, ¿tú con cuántas amigas te has peleado a lo largo de tu vida?»). Hubo gente haciendo eses (algunas de esas gentes no fuimos nosotras), tres tazas de café seguidas por la mañana, descanso con tortilla y pan integral, salidas a comprar leche de soja para sobrevivir, tapas, restaurantes, más charla y despedidas que no son tales.
Y la comida de Gema. Si estáis por Sevilla, le podéis decir que os haga algo. Poneos en contacto con ella en Kiss The Cook. Vais a flipar y la vais a querer besar. Nosotras la besamos mucho mientras nuestros ojos rodaban hacia atrás y los quedábamos en blanco y decíamos: «Ohhhhh».

En este plato hay: café con leche de soja, alioli hecho a mortero, camembert, pepper jack (de ese aún no ha puesto la receta: es el que tiene las motitas, claro está) y dos trozos de la tortilla sosa (es decir, patata nada más, sin cebolla) y uno de la que tenía cebolla y pimiento. El queso lo probaron omnívoros (omnívoros reales: de los que comen muchas verduras) y les encantó. La tortilla es jugosa, sabe a huevo y huele a la tortilla de mi madre, que hace (pero con huevo) las mejores tortillas del mundo. Junto a Eugenia, que es mi madre de Sevilla y junto a Gema, que no es mi madre y no se le parece en nada.
Como dice nuestra amiga Alba: «la comida de Gema es la mejor que he probado en mi puta vida».
Tenemos que quedar más. Trae cosas, mari. Kilos y kilos.
En Granada estuvo mi casa, allí están mis amigos muchos recuerdos. En el Rabo de Nube festejé mi Plaza cuando la obtuve en las opos de enseñanza, allí vuelvo este finde, así que tu post me viene genial para descubrir alguno sitios que desconozco. Siento mucho la pérdida de tu amigo, sé por experiencia que es un palo muy gordo. Un abrazo.
Lo es. Yo me acuerdo de él todos los días muchos ratitos.
El corrector del iPad escribe lo que le da la gana, mi plaza no es tan importante como para que vaya Ena mayúsculas
Jijiji.
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